Datos de libro
- Dimensiones: 16.0x23.0cm.
- Nº de páginas: 456 págs.
- Editorial: CRÍTICA
- Lengua: Castellano
- Encuadernación: Tapa blanda
- ISBN: 9788484321293
- Año edición: 2000
- Plaza de edición: Barcelona
Sinopsis
En Stalingrado se libró la batalla más decisiva de la segunda guerra mundial. Su historia ha sido contada muchas veces, pero nunca como en este libro de Antony Beevor, que ha sido elogiado por especialistas como Orlando Figes y Robert Conquest, y que se ha convertido en un best seller internacional. Beevor ha llevado a cabo una investigación minuciosa en los archivos rusos y alemanes, sacando de ellos datos desconocidos, y ha interrogado a supervivientes de los dos bandos para reconstruir la experiencia vivida de una inmensa tragedia. Ello le ha permitido construir un relato del que Dirk Bogarde dijo que era «un magnífico tapiz de invierno, que se lee como una novela, más que como el soberbio libro de historia que realmente es» y que ha llevado a Vitali Vitaliev a calificarlo como «un drama épico con el aliento de Guerra y Paz».
Stalingrado: Hitler no tuvo toda la culpa de la derrota
El historiador Antony Beevor desvela el trasfondo de la batalla que cambió el curso de la Segunda Guerra Mundial
Berlín, 21 junio de 1941. El embajador soviético Dekanozov exige una explicación al ministro de Exteriores del Reich, Von Ribbentrop, por la invasión germana de Rusia. «La actitud hostil del Gobierno soviético hacia Alemania ha obligado a Berlín a tomar medidas defensivas», respondió Ribbentrop. Eufemismos diplomáticos. Hitler había querido emular a Bonaparte, atacando a Rusia, y rompiendo así el Pacto de No Agresión firmado con Stalin. El diplomático soviético no puede contenerse y fuera de sí amenaza: «Ustedes lamentarán este ataque. Lo pagarán muy caro».
Las palabras de Dekanozov se cumplieron como una maldición bíblica. El ataque a la URSS fue la perdición del führer, la gangrena que infectó la formidable máquina de guerra alemana. Especialmente cuando la Wehrmacht se estrelló contra el formidable escollo de Stalingrado.
La batalla más larga y sangrienta de la Segunda Guerra Mundial (medio millón de víctimas), cambió el signo de la contienda, significó el principio del fin del Tercer Reich y el ascenso de la URSS como gran potencia.
El historiador británico Antony Beevor ha reconstruido, de forma exhaustiva y rigurosa, este duelo de la Alemania nazi y la Rusia estalinista. El resultado es Stalingrado, el libro definitivo sobre la batalla. Con minuciosidad de entomólogo, Beevor ha rastreado los archivos del Kremlin, desclasificados tras la desintegración de la URSS, en documentos oficiales germanos y en los papeles privados de los principales generales de ambos bandos. Ha completado su investigación con testimonios personales de supervivientes y de sus descendientes.
El libro se ha convertido en un fenómeno editorial en el Reino Unido -donde ha vendido 400.000 ejemplares- y ya se ha traducido a 14 idiomas. Crítica publicará en breve la edición en castellano.
El primer tópico que desmiente el autor es que la decisión estratégica de Hitler fuera, al menos inicialmente, un disparate. El führer se arriesgaba al invadir la URSS pero disponía de ciertas garantías. En primer lugar, Alemania no tenía entonces (verano de 1941) un frente occidental. El panorama cambiaría radicalmente cuando, meses más tarde, EEUU entró en la guerra y, luego, comenzó la invasión aliada del Norte de África. En segundo lugar, Hitler tenía buenas razones para creer en la debilidad del Ejército Rojo, después de las purgas internas que había sufrido por orden de Stalin, desde 1937. Además, las fuerzas soviéticas estaban hipotecadas por la naturaleza dual de su mando (los comisarios políticos interferían en los militares profesionales y las órdenes del Kremlin resultaban contraproducentes e inducían a errores de estrategia).
El comienzo de la Operación Barbarroja tuvo éxito y en los primeros días de la invasión, Alemania se cuidó de destruir buena parte de la aviación soviética. En el verano del 42, la Wehrmacht llegó hasta el curso del río Volga, donde se hallaba Stalingrado (la ciudad de Stalin). Hitler tuvo especial interés en tomarla. Era el orgullo del régimen soviético, con su industria metalúrgica, su floreciente agricultura y su gigantesca fábrica de tractores Octubre Rojo. Comenzó el calvario alemán.
Una trampa mortal
Como explica Beevor en su libro, la Wehrmacht no tuvo en cuenta los factores que convirtieron a Stalingrado en una trampa mortal. En primer lugar, la capacidad de resistencia del soldado raso soviético (popularmente denominado Iván). Ejemplo, uno de los defensores de la ciudad garabateó en un muro: «Me estoy muriendo pero no me rendiré. ¡Hasta siempre patria!». En segundo lugar, la capacidad de reacción del Ejército Rojo, que se reorganizó y se liberó, parcialmente, del corsé retórico marxista-leninista.
Stalin tuvo la habilidad de transformar la lucha contra los nazis en la «gran guerra patriótica», una suerte de cruzada que evocaba la resistencia contra Napoleón y proclamaba héroes nacionales a ilustres personajes que no tenían nada de proletarios: desde Alexander Nevski al general Kutuzov. Y en tercer lugar, aunque parezca anecdótico, los soldados soviéticos mejor preparados para los rigores del frío.
Siempre se ha dicho que el gran vencedor de los alemanes fue el general Invierno. El número de congelamientos superaba al de heridos. Pero además, fueron letales el mariscal Barro, que inutilizaba a los vehículos, las infecciones -singularmente la hepatitis y la disentería-, y el hambre. Es decir, los cuatro jinetes del Apocalipsis. Todo ello desmoralizó a los alemanes y muchos de ellos se autoinfligían heridas para ser evacuados o se suicidaban. La batalla se prolongó seis meses.
Mientras los soviéticos organizaban en secreto la contraofensiva, la industria de guerra intensificaba su producción. La URSS empezó a fabricar 2.200 tanques T-34 al mes. En diciembre de 1942, la ofensiva coordinada por el general Yeremenko y su comisario político, Nikita Kruschev (el futuro líder de la URSS) logró arrinconar al Sexto Ejército alemán entre las tropas rusas y el Volga. Comenzaba entonces la lucha agónica de 200.000 soldados. El führer exigía ahora resistir y «morir luchando». Beevor le acusa de fanatismo y de haber perdido el contacto con la realidad, pero extiende la responsabilidad a su lugarteniente, Hermann Göering, que le mintió al decirle que era posible aprovisionar Stalingrado mediante un puente aéreo.
El autor culpa, asimismo, a Paulus, por su debilidad y falta de decisión. Y al mariscal Von Manstein que no quiso perjudicar su carrera apoyando a Paulus frente al Führer y consideró que la concentración soviética sobre Stalingrado aliviaría otros sectores del frente ruso. Paulus terminó rindiéndose, en contra del parecer de Hitler. La codiciada pieza de 1941 se había convertido en un formidable enemigo. Las tornas de la guerra se habían cambiado.
La caída de Stalingrado sumió al führer en la depresión. Según el general Guderian, «su mano izquierda temblaba, su espalda estaba encorvada, tenía la mirada fija y los ojos salidos, pero les faltaba su antiguo brillo».
De la «guerra de razas» al canibalismo
La campaña rusa en general y Stalingrado en particular es un siniestro pozo de horrores. Antony Beevor subraya en su libro, que tanto los soviéticos como los nazis llevaron sus más siniestros postulados hasta las últimas consecuencias, aprovechando el escenario de impunidad de la guerra.
Los primeros efectuaban purgas, al ejecutar a unidades enteras si desobedecían. Los alemanes aprovecharon la campaña rusa para poner en manos de la Gestapo o de las SS a los judíos. Tras la captura de Kiev, 33.771 hebreos fueron apresados y ejecutados en el barranco de Babi Yar. En otra ocasión, los alemanes ordenaron a milicianos ucranianos matar a 90 niños judíos, que habían quedado huérfanos. Era la llamada Rassenkampf o lucha de razas.
El frío, el hambre, el llamado «estrés de combate» hacían enloquecer a los soldados. Según revela Beevor, rusos y alemanes, que estaban en el frente o en las ruinas humeantes de Stalingrado, se vieron abocados a practicar el canibalismo con sus compañeros muertos y congelados. La suerte de los prisioneros no era mucho mejor. De los 300.000 soldados germanos y de sus países aliados (húngaros y rumanos) que iniciaron la ofensiva, sólo quedaban 90.000, cuando cayó Stalingrado. Fueron enviados a campos de concentración o a reconstruir ciudades.
Pero, como contrapunto, también hubo gestos de piedad y de solidaridad, como el de las mujeres rusas que socorrían a soldados alemanes hambrientos o con síntomas de congelación. O de heroísmo como el caso de los médicos germanos que jamás abandonaron a los soldados heridos en los hospitales de campaña o se negaron a suministrar veneno a quienes, al borde de la desesperación, querían suicidarse.
Fuentes
Datos y reseña:
http://books.google.es
http://www.casadellibro.com
http://www.planetadelibros.com
Artículo: Alfonso Bagallo. http://www.elmundo.es/2000/09/25/cultura/25N0150.htm