La II Guerra Mundial resultó una tragedia para los zoos europeos. Uno de los más hermosos y antiguos, el de Budapest, inaugurado en 1866 y que hasta contaba con una jirafa regalo de Sissi, padeció especialmente la barbarie de la batalla por la ciudad, que duró 102 días: de diciembre de 1944 a febrero de 1945 (desde la aparición de los primeros tanques soviéticos a la captura del castillo de Buda). Fue uno de los asedios más sangrientos de la contienda, equiparable –no lo digo yo, lo dijeron los propios combatientes- al de Stalingrado. Por comparar, Berlín cayó en dos semanas y Viena en seis días.
En total la batalla, que devastó la ciudad, la "Perla del Danubio", en la que se vieron atrapados la práctica totalidad del millón de sus habitantes, provocó 160.000 muertos, la mitad soldados del Ejército Rojo, 38.000 civiles y la misma cantidad de militares de las unidades alemanas y húngaras, que incluían dos divisiones de caballería de las SS y parte de otra de húsares. Los tanques y la artillería combatían en las calles, y los famosos puentes fueron destruidos. El zoo, ubicado en plena ciudad, estuvo en el centro de los más duros enfrentamientos. De sus 2.500 animales solo sobrevivieron 14. Muchos fueron alcanzados por el fuego, a otros los mataron los vecinos para comérselos y otros más murieron de frío, como los cocodrilos, al quedarse sin calefacción, lo que es un trance en invierno en Hungría, aunque no seas un reptil. Varias fieras escaparon y una de las historias más alucinantes del asedio es la del enorme león que tras huir pasó semanas alimentándose en las calles de caballos muertos (y seguramente de cadáveres humanos) hasta que los rusos crearon una unidad especial para cazarlo, en una de las misiones más asombrosas de la guerra (la historia la recrea Tamas Dobozy en Siege 13).
Entre los escasos supervivientes del zoo se cuentan, curiosamente visto el tamaño, sus dos hipopótamos, que, más listos que los cocodrilos, se metieron en un pozo artesiano de aguas calientes de los que surtían los famosos balnearios de Budapest. Desde allí veían pasar los T-34 y los King Tiger como terribles parientes acorazados. En su delicioso Danubia, a personal history of Habsburg Europe (2013), Simon Winder les dedica un recuerdo cariñoso y especula con que, bestias longevas, no fueran esos hipopótamos los mismos o descendientes de los dos que quedaron atrapados en el barco que los transportaba, sin nadie que los descargara, en el puerto de Trieste, sometido a bloqueo por la guerra austro prusiana de 1866. Testigos como Sándor Márai de la batalla (aunque menos elocuentes), los hipopótamos, símbolo de la contienda y de la supervivencia a ultranza, fueron de los pocos animales que figuraban en el zoo de Budapest cuando este reabrió.
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