El veterano de guerra Fred Holborn, en la playa de Gold. / PETER MACDIARMID
Como ocurre tantas veces en la vida, hay hechos que tienen pleno sentido cuando los miramos desde la distancia, pero que en realidad son solo el producto de un cúmulo de circunstancias y casualidades que muy bien pudieran haber acabado de forma diferente. Porque que unas playas de Normandía recibieran nombres clave como Omaha o Utah no fue algo que respondiera a un plan prediseñado. Al contrario, acostumbrados durante décadas al intervencionismo americano en todo el mundo (recuérdese que desde 1950 ha habido tropas estadounidenses estacionadas en nada menos que 54 países diferentes), olvidamos que en diciembre de 1941, con toda la Europa continental ocupada por Hitler y los ejércitos nazis a punto de doblegar a Stalin, Estados Unidos todavía dudaba de si aquella guerra era su guerra. Fue Japón, con su ataque sorpresa a Pearl Harbour, y no la brillante retórica de Churchill, quien inclinó la balanza del lado de la intervención.
Si todo cambió a partir del Día D fue porque Estados Unidos, al contrario que lo que había hecho al acabar la I Guerra Mundial, decidió no marcharse de Europa, sino quedarse y asegurar la reconstrucción económica, política y moral de los europeos. La vieja Europa, cuna de la Ilustración, la Revolución Francesa y de las más bellas artes y letras, se había suicidado en 1914, e increíblemente otra vez en 1939, alcanzando unos niveles de devastación económica y moral que todavía hoy se nos antojan incomprensibles. “Europa no se construyó y fue la guerra”, dice la Declaración Schuman con la que se inicia en 1950 la reconciliación franco-alemana. Así que si este tortuoso y complicado proceso de integración en el que estamos embarcados los europeos pudo ver la luz fue gracias al paraguas de seguridad, económico y político, que Estados Unidos le concedió. Sin los juicios de Núremberg, el Plan Marshall o la Alianza Atlántica, Europa no sería hoy la que es.
Paradojas de la vida, que a veces parece que tiene sentido y no es solo aquel “cuento relatado por un idiota, lleno de ruido y furia, sin significado alguno” del Macbeth de Shakespeare, igual que Estados Unidos nació del ansia de libertad y prosperidad de unos europeos que tuvieron que emigrar para dejar de ser súbditos y convertirse en ciudadanos, la Unión Europea no hubiera visto la luz sin que aquellos jóvenes del nuevo mundo dieran su vida para que las futuras generaciones del viejo mundo pudieran también construirse un mundo nuevo. Pero las paradojas de la historia no acaban ahí: tras siglos de conflicto por la hegemonía, los europeos (occidentales) alcanzaron sus máximas cotas de bienestar y libertad coincidiendo con su máxima debilidad militar. Sorprende que Estados Unidos se extrañe, y se queje, del grado de desmilitarización de los europeos cuando es el principal artífice de ese fenómeno.
No son palabras, son hechos. Entre 1950 y 2000, Estados Unidos mantuvo una media de 535.000 soldados estacionados en el exterior. Algo más de la mitad de ese medio millón de soldados estuvieron siempre destinados en Europa y, en concreto, en Alemania, el país que bate el récord mundial de presencia estadounidense, con una media de 235.000 soldados estadounidenses permanentemente estacionados durante más de cuatro décadas. Sumados, estamos hablando de que durante la segunda mitad del siglo XX algo más de 10 millones de jóvenes estadounidenses pasaron un año de sus vidas en Alemania, armados y prestos a defenderla (datos de Tim Kane para la Fundación Heritage).
Con la caída del Muro y el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos dio el problema europeo por resuelto, permitiendo desplegar su diplomacia y su ejército hacia Asia para así contrapesar el auge de China y mantener su dominio marítimo en el Pacífico, considerado la arteria vital del comercio mundial. De los 400.000 militares estadounidenses estacionados en Europa en lo más álgido de la Guerra Fría, hoy quedan 67.000, 40.000 de ellos en Alemania, aun así una cifra todavía muy considerable. Gracias a la insensatez de Putin, Obama se ha encontrado, como todos sus predecesores, ante un hecho ineludible: que el Tratado del Atlántico Norte, firmado en 1949, designa, en virtud de su artículo 5, que las fronteras de Lituania o Polonia con Rusia son, a todos los efectos, tan Omaha o Utah como lo fueron en su momento las playas de Normandía (“las partes”, dice el Tratado, “acuerdan que un ataque armado contra una o más de ellas, que tenga lugar en Europa o en América del Norte, será considerado como un ataque dirigido contra todas ellas”).
Con todos sus altibajos e idas y venidas, la intensidad de la relación transatlántica, sigue siendo la misma. Estadounidenses y europeos han logrado construir lo que en 1957 el politólogo Karl Deutsch (nacido en Praga y exiliado a Estados Unidos en 1939) definió como una “comunidad de seguridad”, un espacio en el que la intensidad de los lazos que vinculan a países e individuos, tanto desde el punto de vista material como moral, son tan intensos que el conflicto armado entre ellos se vuelve impensable e imposible.
España quedó, por un margen temporal muy estrecho, apartada de este proceso, lo que permitió a Franco expiar su colaboración con Hitler y Mussolini ofreciendo España como retaguardia para las bases de Estados Unidos. Para los españoles, el presidente Eisenhower no sería el Ike que en la víspera del Día D se dirigiera a sus soldados diciendo: “Las esperanzas y las plegarias de las gentes amantes de la libertad en cualquier lugar marchan con vosotros”, sino el que en 1959 amigablemente se abrazó a Franco en el aeropuerto de Barajas. Que los españoles no pudieran mostrar igual gratitud a Estados Unidos resulta comprensible. Como tantas otras veces en nuestra historia, llegamos tarde, mal o no llegamos. Pero eso no quiere decir que estuviéramos ausentes: la Novena Compañía de la II División Blindada del general Leclerc que liberó París estaba íntegramente formada por soldados españoles, restos del Ejército republicano que en 1939 habían decidido sumarse a la Francia libre que encabezaba el general De Gaulle. Esos curtidos soldados españoles, pertrechados con armas y uniformes estadounidenses y encaramados a blindados que mostraban el nombre de las batallas más emblemáticas de la Guerra Civil (Guadalajara, Brunete, Jarama) fueron los primeros en entrar en París. Su presencia allí permitía presagiar que algún día nos incorporaríamos a esa comunidad de valores transatlántica que hoy es parte esencial de nuestra identidad.
Articulo completo en: El Pais
Por: JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA
Resalté algunos de las partes que me llamaron mas la atención y que fueron, creo Yo, discutidas en algunos de los debates. También me llamó mucho la atención el párrafo final con relación a España.