Interior de la estación Pavlovsk, el primer banco de semillas de la iniciada por Nikolai Vavilov en 1926
Trigo y cebada se colocaban en pequeñas urnas como ajuar al lado de los cuerpos ya embalsamados de los grandes faraones egipcios, para que en la otra vida tuvieran semillas con las que cultivar la nueva tierra y poder alimentarse. Incluso se ha fantaseado mucho con que algunas de esas semillas de trigo después de miles de años seguían conservando su fertilidad.
Los babilonios hablaban del lugar donde enterraban a sus muertos como de un sitio donde el polvo es un nutriente y la arcilla, alimento. En quechua, la palabra 'mallqui' significa a la vez momia y semilla. La muerte y la vida, un mismo punto de sutura donde vuelve a empezar lo que acaba. El que se marchaba daba lugar al nacimiento, a la raíz en la nueva tierra. Podríamos decir entonces que nunca moriría.
En las entrañas de las SS, los alemanes llegaron a tener un comando con un fin bastante particular: recolectar recursos fitogenéticos en territorios ocupados, y en especial, apoderarse de toda la colección de la estación experimental de Leningrado, Pávlovsk. Bajo la dirección de Heinz Brücher, teniente, botánico y genetista, el comando Sammelkommando, a pesar de arrasar las estaciones experimentales agrícolas de Crimea y Ucrania, nunca consiguió arrebatar a Leningrado del tesoro que escondía la estación experimental en sus sótanos. Pero las SS, no eran el único enemigo del que se tenía que proteger esta valiosa colección y banco de germoplasma.
Nikolái Vavílov
"Quizás perezcamos en la hoguera, pero nunca renegaremos de nuestras convicciones", declaró Nikolái Vavílov, etnobotánico y director de Pavlovsk, un hombre de ideas firmes, fiel al socialismo, dedicado a la ciencia, amante de la agricultura, y con un ideal que defendió con su trabajo y con su vida: la de acabar con la plaga letal que arrasaba su país, el hambre.
Mientras sus compañeros científicos y estudiantes del instituto daban su vida en los sótanos por las semillas, Vavílov murió de hambre en la cárcel de Saratov. Lysenko, un científico respaldado por Stalin y que se convertiría en director de biología soviética bajo su mandato, y su empeño de convertir a Rusia en un jardín del edén agrícola sentenció a Vavílov y consiguió que incluso se prohibiera la simple mención de los principios de la herencia de Mendel.
"En la ciudad, ningún árbol tenía corteza por debajo de la altura que podía alcanzar el hombre de mayor estatura. La habían arrancado para hervirla y aprovechar los nutrientes que pudieran contener, y también hacían con ella un ungüento para aliviar el dolor de estómago. Toda clase de animales —perros y gatos, gorriones y cuervos, ratas y ratones— sirvieron de alimento, y más tarde incluso se consumieron sus excrementos. Se hacía caldo con los bulbos de los tulipanes robados de los terrenos del instituto de Botánica, con agujas de pino, ortigas, coles podridas, piedras cubiertas de liquen, botones de cuerno arrancados de abrigos que antaño habían sido elegantes. A los niños se les daba de comer brillantina para el pelo, vaselina, cola de pegar. De las fábricas cerradas se sustraían las correas de piel de cerdo y la cola de pescado, que luego se hervían para obtener gelatina…".
Este es el panorama asolador que vivía Leningrado a principios de los 40. Miles de vidas arrasadas por la epidemia atroz del hambre. Más de 900 días de asedio y barbarie que relata la escritora Elise Blackwell en su novela 'Hambre'. Bajo la piel de uno de los científicos que custodiaron las semillas en los sótanos del instituto, Blackwell describe a través de sus páginas el dolor de estómago y la catástrofe.
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