
Su muerte en accidente de aviación está envuelta en la polémica. El 4 de julio de 1943, su avión, un B-24 Liberator, sufrió un accidente cuando trataba de despegar del aeropuerto de Gibraltar. Allí había hecho escala procedente de El Cairo, después de visitar a las tropas polacas destinadas en Oriente Medio. El aeroplano, con 17 pasajeros, tomó altura con normalidad, pero de repente se precipitó al mar. Sólo se pudieron recuperar tres cuerpos, entre ellos el de Sikorski.
La Fuerza Aérea británica, la RAF, envió una comisión investigadora a Gibraltar para establecer las causas del accidente. Después de entrevistar a los testigos, se elaboró un informe en el que se responsabilizó del accidente a un fallo humano del piloto, descartando un sabotaje. De todos modos, eran numerosos los puntos oscuros, como la identidad de algunos de los pasajeros, de los que no se consiguió saber su nombre. Además, de los restos del Liberator enviados a Inglaterra para su análisis tampoco se volvió a saber nada, ni tan siquiera es seguro que llegasen a las islas británicas, lo que hizo imposible confirmar las conclusiones de los expertos de la RAF. El hecho de que todavía hoy esos informes continúan clasificados como alto secreto no ha ayudado a descubrir lo que sucedió realmente.
La muerte del general Sikorski no sería objeto de mayor trascendencia si no fuera porque los más beneficiados por su desaparición eran precisamente los aliados de su gobierno. Esta paradoja se explica porque tanto británicos como soviéticos consideraban a Sikorski un obstáculo en sus relaciones.
Sikorski, presionado por Gran Bretaña, aceptó firmar una declaración de amistad y colaboración con la Unión Soviética; a cambio conseguiría la liberación de los soldados polacos prisioneros de los rusos. Pero el descubrimiento por parte de los alemanes de la matanza de oficiales polacos en Katyn a manos de los rusos hizo tambalear la alianza entre éstos y los británicos.
El general Sikorski no se conformó con la versión aceptada por Londres de que los polacos habían sido asesinados por los alemanes y este deseo de conocer la verdad le ganó la antipatía de las autoridades británicas, además del odio de las soviéticas, que habían creado un gobierno títere en el exilio radicado con sede en Moscú.
El general Sikorski se reunió con el primer ministro británico, Winston Churchill, para intentar recabar su apoyo en el contencioso que mantenía con Moscú. El polaco le manifestó que las evidencias encontradas apuntaban, irrefutablemente, a los soviéticos como los culpables de ese horrendo crimen. No obstante, el pragmático Churchill le manifestó que lo mejor que podía hacer era olvidar ese episodio y pasar página, en vista de que nada le devolvería la vida a los oficiales asesinados.
Pero Sikorski no se dio por vencido y continuó luchando por descubrir la verdad, convirtiéndose en una figura muy incómoda para los Aliados, hasta que llegó el oportuno accidente mortal.
La realidad es que, a partir de la muerte de Sikorski, la relación entre los aliados occidentales y la Unión Soviética fue más fluida, evitando así que peligrase la alianza entre las potencias que luchaban contra la Alemania nazi. Si la desaparición de ese elemento perturbador fue debida a un providencial accidente o, por el contrario, forzada por la acción de los servicios secretos británicos o soviéticos, es algo que la exhumación de su cadáver puede ayudar a solventar.